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Más de dos décadas después de su surgimiento, la agilidad se ha consolidado como un enfoque indispensable en la gestión y desarrollo de productos. Sin embargo, todo este tiempo también ha estado marcado por una tensión constante entre su adopción entusiasta y un escepticismo crítico. Hasta la fecha, persisten estos puntos de vista polarizados; algunos consideran la agilidad indispensable, mientras que en otros círculos el simple término “ágil” ya adquiere connotaciones negativas, considerándolo como algo obsoleto en el mejor de los casos, o un dogma incuestionable en el peor.
Al reflexionar sobre estas críticas, cuestionaba hasta qué punto nuestra actitud hacia los modelos de gestión que adoptamos respondía a la inercia o a una convicción fundamentada, y cuán dispuestos estamos realmente a reevaluar su lógica y sus implicaciones. A partir de esta introspección, identifiqué las siguientes razones principales por las que considero que la agilidad no solo es la opción más efectiva, sino también la más satisfactoria para enfrentar los desafíos que presentan las organizaciones modernas.
El primer gran acierto de la agilidad descansa en su deliberada priorización del capital humano dentro de sistemas complejos. Este enfoque no es una simple “idea bonita”, sino una perspectiva pragmática y probada, que ha demostrado ser clave para el éxito de proyectos. Al favorecer el empoderamiento por encima de procesos burocráticos, herramientas inefectivas o estructuras jerárquicas rígidas (que tradicionalmente buscan garantizar predictibilidad secuenciada), la agilidad transforma radicalmente la dinámica laboral. Al establecer la primacía de las personas, brindándoles su entorno propicio para alcanzar su máximo rendimiento, impulsamos una cultura de confianza y colaboración genuina.
Ser agilista exige creer decididamente que las personas, sus ideas, y su capacidad para comunicarse y colaborar de manera estrecha, son el verdadero motor del éxito en cualquier iniciativa. Y lejos de menospreciar los procesos, herramientas o métodos (que son útiles en la medida en que facilitan el trabajo en equipo), la agilidad afirma que estos deben subordinarse a lo que realmente importa. Este enfoque de “las personas primero” es fundacional para la agilidad, y pauta el camino para todas las demás consideraciones.
Un rasgo distintivo de la perspectiva ágil, es su compromiso con la entrega continua de valor tangible. Bien lo dijo Thomas Edison: "El valor de una idea radica en su uso". En esta lógica, la agilidad promueve una cultura de acción y de entrega de resultados “usables”, además de eliminar sistemáticamente las diversas formas de desperdicio. El desperdicio en agilidad va más allá de la documentación innecesaria; incluye presentaciones sobre elaboradas, reuniones prolongadas (15 minutos de sincronización y decisión suelen ser suficientes) que podrían reducirse a un intercambio de mensajes, reportes extensos con detalles inaplicables, métricas vanidosas o tareas improductivas, entre otros focos de desperdicio.
El enfoque Agile busca maximizar el valor y minimizar el desperdicio en cada paso del proceso. Esto convierte al valor en la brújula que guía cada decisión, asegurando una orientación clara a las necesidades reales del negocio y del cliente.
Otra de las contribuciones más significativas de la agilidad es la integración del cliente como una parte esencial del proceso de desarrollo. Este paradigma de colaboración establece un diálogo constante de retroalimentación temprana, donde “la voz del usuario” se convierte en presencia activa y continua en el equipo. Este ciclo virtuoso de comunicación directa permite ajustes rápidos y precisos en el producto, logrando e incluso superando los objetivos presupuestos.
Más allá de llegar a un acuerdo "ideal" en un solo momento determinado, la colaboración cercana y continua con quienes buscamos satisfacer nos sitúa en una posición privilegiada para tomar mejores decisiones en cada etapa. Esta sinergia (sustentada en la co-creación y la transparencia), minimiza tanto riesgos como costos y, en última instancia, impulsa una mayor calidad en el producto final. Al trabajar de manera iterativa codo a codo con el cliente, refinamos progresivamente esos resultados, asegurando que el producto avance de forma consistente, y se alinee con precisión a las necesidades identificadas.
Finalmente, soy agilista porque creo firmemente en la búsqueda de la excelencia mediante la mejora continua, no como un mero eslogan, sino como una filosofía de vida aplicable también al ámbito laboral. Esta disciplina, aplicada consistentemente, impulsa esas transformaciones significativas y duraderas.
La mejora continua es, en mi opinión, una de las ideas más poderosas de la agilidad, porque impacta directamente en la calidad y, como resultado, eleva la satisfacción y lealtad de todos los involucrados. Este enfoque incremental no sólo es sostenible a largo plazo, también garantiza que las mejoras se integren orgánicamente en los procesos de trabajo y, eventualmente, en la cultura organizacional.
Si bien “la adaptabilidad” (o la capacidad de responder al cambio) se cita con frecuencia como el concepto más emblemático de la agilidad, su mayor ventaja consiste no solo en la habilidad de reacción ante lo inesperado, sino en la disposición proactiva de buscar ese cambio. Esta mentalidad no solo permite adaptarnos a entornos dinámicos, sino que nos convierte en agentes de cambio permanente, liderándolo de manera estratégica y proactiva.
Para mí, hay muchas otras razones (como la transparencia, el empirismo o la simplicidad), que también distinguen el sello ágil, Sin embargo, me he centrado en aquellas que se desprenden directamente del Manifiesto de 2001, para subrayar que la agilidad no es un concepto abstracto, ni una mera adhesión a métodos específicos, o herramientas sofisticadas. Y mucho menos se trata de redefinir el vocabulario para seguir haciendo lo mismo; implica, en cambio, la aplicación de enfoques alternativos completamente alineados con estos valores esenciales.
Soy un agilista por convicción y promuevo esta perspectiva aun frente a las críticas que han acompañado a la propuesta ágil desde sus inicios. Y si bien la agilidad ha demostrado resistir la prueba del tiempo, deberá seguir evolucionando y enriqueciéndose continuamente (espíritu ágil) para ser útil ante los nuevos desafíos, estos pueden incluir la adaptación organizacional, promoción de la seguridad psicológica, reforzamiento de la excelencia en talento, vigorizando la gestión de riesgos, la integración de la inteligencia artificial generativa y la alineación estratégica de esfuerzos corporativos, entre muchas otras áreas donde la agilidad se expandirá para responder a necesidades emergentes de los diversos contextos.
Vivimos en un momento donde la gestión del capital humano, y la calidad de su experiencia ejecutora son más críticos que nunca, especialmente en entornos cada vez más remotos y distribuidos Además, la tecnología, como la IA, está impulsando una de las revoluciones más habilitadoras de la industria. En este contexto, estoy convencido, de que la agilidad es más relevante y necesaria que nunca, en tanto sean seres humanos los que interactúen en la creación y entrega de valor.